La Identidad Nacional
¿Podemos hablar de una identidad nacional en un mundo que se caracteriza por su progresiva totalización y cuando en los países surgen continuos vasos comunicantes? Mi respuesta es afirmativa sin la menor duda. Es más, creo que la planetización del hombre a que se refería Teilhard de Chardin, no obstante abrirle posibilidades a todo un sistema de aproximaciones humanas, no borrará, sino más bien acentuará las que se refieren a las culturas individuales.
Lo mismo podemos afirmar respecto a la tesis marxista que postula para un futuro inapelable la supresión de las naciones y el surgimiento de un mundo sin fronteras. En este caso se trataría, si ello fuera factible, de las naciones como entidades políticas, pero en ningún caso de las mismas como formas organizativas de procesos culturales diferentes. Para que esto último ocurriera sería necesario suprimir el paisaje específico de cada pueblo, su idioma y su historia. ¿Es ello posible? Sinceramente creemos que no.
Por eso, no obstante las similitudes culturales que genera y continuará generando la civilización industrial, la tendencia es afirmar la individualidad de las naciones y no su uniformación. Esto se debe a un fenómeno indiscutible: el desarrollo da por resultado que cada pueblo le aporte más o mejores cosas al mundo, lo que, en vez de debilitarlo como tal, más bien lo fortalece y consolida. A consecuencia de semejante hecho podemos decir que en el mundo moderno los franceses son más franceses que nunca, los alemanes más alemanes, los japoneses más japoneses y los norteamericanos más norteamericanos.
Pero no nos equivoquemos. El fortalecimiento de la identidad nacional en una sociedad de alto desarrollo es un hecho de maduración objetiva, consustancial al progreso mismo. Sin embargo, en aquellos países de evidente atraso, que no han salido incluso de etapas precapitalistas, la identidad nacional es muy débil y sufre las arremetidas de lo que Fernando Ortiz ha llamado la transculturación. Si allí no surgen espíritus alertas, que pongan a salvo lo propio, es decir, lo que da fisonomía ante el mundo, la asimilación foránea será completa y el pueblo respectivo se covertirá en un remedo de otras identidades.
¿Pero qué es, entonces, la identidad nacional? Es lo que individualiza a las naciones en el contexto del mundo y que les da un modo de ser, particular, a sus hombres y mujeres. Vista así la identidad nacional viene a ser, pues, una proyección cualificada de las identidades individuales, lo mismo que la de todo un continente es el efecto de la expresión armónica de sus respectivas naciones culturales. Si habláramos a nivel cósmico, lo cual sin duda alguna será posible más temprano que tarde, diríamos que la identidad del planeta Tierra es la proyección unificada del espíritu que reflejan sus continentes. Por supuesto, el trasfondo de esa escala de identidades es la cultura o sea lo que los hombres hacen a través del tiempo y con base en sus respectivos espacios.
Honduras, como nación cultural, tiene, obviamente, su propia identidad. Esta es el efecto lógico de la actividad desplegada por los hondureños a lo largo de la historia en un marco geográfico específico, delimitado en su momento por la nación como entidad política. Siendo parte de Centroamérica, participamos en la forja de la identidad de esa región, así como en la que le corresponde al área del continente conocida como América Latina. No obstante que en la primera dimensión nos aproximan muchos elementos comunes, puestos de relieve en los estudios de Richard Adams, es indudable que los hondureños tenemos una personalidad distinta a la de los demás centroamericanos. Lo mismo puede afirmarse en lo que concierne a toda América Latina, cuya base hispánica se refleja con matices propios al pasar por el prisma de nuestras nacionalidades, lo que le sirve precisamente a Fernández Moreno para declarar como un hecho real la existencia de la identidad latinoamericana.
En la constitución de nuestra identidad como hondureños participan, por lo menos, tres factores:
- la cultura tradicional;
- los elementos transculturales; y
- el paisaje.
Entendemos por cultura tradicional la procedente de los grupos étnicos establecidos en este territorio desde antes de la llegada de los españoles. Los factores transculturales son los trasvasamientos que nos han llegado y nos continúan llegando desde fuera como producto de relaciones voluntarias o involuntarias. Finalmente, el paisaje es el conjunto de particularidades que reviste nuestra geografía y que, de una u otra manera, condicionan algunos rasgos de la sicología del hondureño.
Nuestra cultura tradicional se encuentra casi desintegrada. Gran parte de los grupos étnicos encontrados por los españoles se extinguieron definitivamente y los que aún quedan, excepción hecha de los xicaques, se han incorporado al tronco hispánico, de modo que incluso prescinden total o parcialmente de su propia lengua. Lo primero ocurre con los lencas, chortíes y payas; lo segundo con los miskitos, sumos y ramas. Sin embargo, lo anterior no significa, de ninguna manera, que los elementos culturales aborígenes hayan desaparecido totalmente. Ellos existen muy vivos y es obligación patriótica no sólo reconocerlos, sino también consolidarlos.
En el español que hablan nuestros campesinos, e incluso los sectores urbanos, se descubren numerosas palabras de procedencia aborigen. Ello ocurre, fundamentalmente, con nombres de plantas, frutas, animales y sitios geográficos. También se mantienen algunas creencias, mitos y tradiciones de origen nativo, cuya transmisión se hace por vía espontánea. Pero si esto no fuera ya importante, hay un hecho de fuerza inequívoca: nos referimos al consumo del maíz en todas partes, la choza más humilde o la mansión de pujos aristocratizantes. Este elemento cultural constituye la médula de nuestra nacionalidad, de modo que, como los hombres del Popol-Vuh, los hondureños también podemos considerarnos hijos del maíz.
Los factores transculturales provienen, fundamentalmente, del contacto aborigen-hispánico; pero también, como es obvio, de la relación abierta con el resto del mundo, sobre todo a partir de la independencia de España. La religión, el idioma y todo un caudal de costumbres ibérico-moriscas entraron por esa puerta para fundirse con lo autóctono en una sola expresión. Simultáneamente, con ello fueron incorporados los gérmenes de la cultura africana al incorporarse fuerza esclava de ese origen , cultura que, si bien se ha mantenido en forma nuclear dentro del país, es indudable que incorpora alientos vivos en la forja de la nacionalidad hondureña.
Luego, al configurarse la nación como una entidad política a partir de 1821, nuevos signos culturales comenzaron a llegarnos, por voluntad o por fuerza, desde otras partes del mundo. Así pudimos sentir la presencia de lo europeo, lo asiático y, principalmente, lo norteamericano. Nuestro idioma fue abandonando la casticidad de Don Quijote y nuevas estructuras de pensamiento determinaron variadas formas de encarar el mundo y la vida por parte de los hondureños. Naturalmente, de todos estos elementos tributarios el norteamericano ha tenido una incidencia mayor, no sólo por la receptividad voluntaria, que en muchos casos llega a convertirse en servil, sino también por las relaciones de dominación que el contacto con esa cultura revistió desde, por lo menos, 1850.
Es obvio que el paisaje, o sea la realidad ambiente, condiciona algunos rasgos de la personalidad, como lo confirman los amplios estudios de Rubistein. En efecto, no tienen la misma sicología los pueblos que se desarrollan cercanos al mar, los que ocupan extensos valles o los que viven en las cumbres. Siendo Honduras un país endiabladamente montañoso y estando enclavado en el corazón mismo del trópico, es incuestionable que de ahí sacamos los hondureños no pocas de nuestras características individuales. El hecho deriva de una circunstancia práctica, más que teórica. Resulta que el suelo y el clima son determinantes esenciales del trabajo humano y éste, como explica la moderna sicología, es la fuente básica de los desarrollos individuales y colectivos.
Los tres factores –lo tradicional, lo transcultural y lo geográfico–, actuando como entes vivos en la cotidianidad hondureña, producen, pues, un tipo de hombre con peculiares formas de ser, el que, proyectado en la dimensión de todo el país, da origen a una identidad cualitativamente nueva. En este problema, por lo tanto, como dice Agosti, no se pueden ni se deben privilegiar determinados elementos. La identidad nacional, para el caso, no viene de la magnificación de la cultura aborigen, como sostienen los partidarios de un folklorismo a ultranza. Tampoco es el resultado sólo del trasplante de valores advenedizos, según se inclinan a creer los xenófilos. En realidad, la identidad nacional es un árbol que brota a partir de varios esquejes y no de uno solo.
Cuidar, pues, la identidad nacional no supone declararles la guerra a las influencias de otras culturas. Es más bien preocuparse por que esas influencias sean integradas a lo que ya somos como hondureños, para serlo cada vez más y para serlo mejor. Ello, por supuesto, requiere que tengamos clara conciencia de nuestra individualidad y que, no renunciando a la misma porque no nos acarrea vergüenza, queramos su desarrollo y afianzamiento a la par del progreso moderno. La tarea, pues, consiste en definir esa identidad nacional y luchar por su aceptación como un valor no despreciable al ser la obra concreta de unos hombres auténticos que también trabajan en el mundo.
Es claro que, como hemos dicho más arriba, nuestra identidad como pueblo, si bien ya tiene rasgos inequívocos, aún es muy débil, pues el fortalecimiento de la misma no resulta del atraso, sino más bien del desarrollo multifacético. En esas circunstancias es evidente que se dan fuerzas extranacionales, con la complicidad del infaltable malinchismo, interesadas no sólo en frustrar aquel proceso, sino también en obtener la desnacionalización completa del país. Tales fuerzas son las que sacan partido de la colonización directa o indirecta de territorios que no les pertenecen.
El cine, la televisión, la radio y una prensa sin médula patriótica, sirven de instrumentos abrasivos en este trabajo de trasplante mecánico de identidades foráneas, particularmente la norteamericana. Es así que, al encontrarse esa siembra con grupos deshondureñizados, aquellos valores culturales son repetidos sin pasarlos por un baño de conciencia nacional. De esa manera nos encontramos con una música, una moda, unas tradiciones y unos giros idiomáticos que no tienen raíces entre nosotros, por lo que quienes los repiten hacen el triste papel de arlequines.
COPIGRAFIA
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